La Revista

Mao o Pol Pot

José Francisco Lopez Vargas
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Claroscuro, por: Francisco López Vargas.

Hace varios días que un documento de la Dirección Federal de Seguridad sobre la influencia maoísta de López Obrador en su actuar durante sus años en la política en el PRI ronda mi laptop. El texto dice, letras más o menos, que el actual presidente tendía a usar como una guía de su actuar, incluso cuando dirigió el PRI tabasqueño, el modelo maoísta y lo acusaron de ser comunista, de ser miembro encubierto del Partido Socialista Unificado de México.

Mi búsqueda la detonó lo que me pareció el inicio de una estrategia de señalamientos para perseguir a los científicos, los expertos y ahora a periodistas, médicos, ingenieros y arquitectos desde el podio presidencial de las mañanas.

Las descalificaciones del presidente a esos profesionales no dejan de ser ofensivas exhibiéndolos como personas engreídas, interesadas y poco confiables porque sus conocimientos “no detienen” la marcha de un pueblo y tampoco impiden que construyan.

“Les cuesta aceptar que la gente puede construir una casa, una carretera sin ellos”, argumentó el presidente y arremetió también contra los médicos que “te preguntaban qué tenías, pero de bienes” para saber cuánto cobrarte.

Esas referencias le han valido reclamos no sólo de los colegios de profesionales, sino una exigencia de disculpa pública que consideran necesaria, justa por el improperio contra ellos.

Leyendo un artículo de José Woldenberg y otro de Raymundo Riva Palacio se me abrieron los ojos: leo demasiado al grado de fundir en uno sólo los textos que considero están relacionados, tienen coincidencias y son relevantes.

En sus artículos, Woldenberg Karakowsky y Riva Palacio señalan las coincidencias en la actuación de López Obrador –guardadas las proporciones- con la manera como Mao y Pol Pot condujeron los movimientos revolucionarios radicales en China y Camboya en los años 70s. En otro, Riva Palacio habla del síndrome que ha aquejado a muchos que han sido gobernantes y cita a ambos gobernantes orientales, entre otros.

Sin entrar en detalle, ambos políticos –Mao y Pol Pot- usaron al pueblo para liquidar, exterminar a sus opositores, armaron grupos de choque contra quienes consideraban subversivos, enaltecieron la simpleza del campesinado y el desprecio contra la gente preparada, educada y que aportaba reflexiones contra esos gobiernos y justificaron todos sus crímenes por amor a ese pueblo que les servía para detentar el poder de manera dictatorial.

Las masacres y los genocidios llegaron al extremo de que ambos países hoy consideran que esos gobiernos fueron dañinos para ambos. Aquí les dejo ambos artículos, vale la pena leerlos.

El síndrome de Andrés Manuel, Raymundo Riva Palacio, publicada en El Financiero:

David Owen fue el ministro de Asuntos Exteriores más joven del Reino Unido, nombrado Lord por la reina Isabel II y en la última década, famoso por haber investigado junto con Jonathan Davidson, de la Universidad de Duke, los perfiles sicológicos de los 100 primeros ministros ingleses y presidentes de Estados Unidos. En 2007 publicaron El Síndrome de Hubris y encontraron que 14 –siete de cada país– mostraban síntomas del síndrome, pero solamente cinco, Margaret Thatcher, Tony Blair, David Lloyd George, Neville Chamberlain y George W. Bush, dijeron, padecían esta enfermedad asociada al poder. Algunas características que los unen son similares a las que muestra el presidente Andrés Manuel López Obrador.

En una conferencia magistral que ofreció Owen en el Colegio Real de Médicos, en 2008, dijo que era más probable que el síndrome se manifestara durante una larga duración del poder y por la forma como crecía mientras se ejercía. La enfermedad de los poderosos, aclaró, no debía ser asociada con un daño cerebral o una enfermedad mental. “Usualmente los síntomas se abaten cuando la persona ya no ejerce el poder”, precisó. “Es menos probable que se desarrolle en una persona que se mantiene modesta, abierta a la crítica, y tiene un cierto grado de cinismo o un bien desarrollado sentido del humor”.

Owen identificó un conjunto de características que definen el síndrome. Entre ellas:

• Desproporcionada preocupación con su imagen y presentación.
• Una forma mesiánica de hablar acerca de la forma como están haciendo las cosas, y una tendencia a exaltarlas en el discurso, identificándose a sí mismos con la nación, al grado de considerar su perspectiva y los intereses de los dos, idénticos.
• Propensión narcisista para ver el mundo primariamente como una arena en la cual pueden ejercer el poder y buscar la gloria, en lugar de verla como un lugar con problemas que necesitan ser abordados de una forma pragmática y que no son referidos a ellos.
• Predisposición a llevar a cabo acciones que probablemente los dejen bien parados, tomadas en parte para fortalecer su imagen.
• Confianza excesiva en su propio juicio y desdén por el consejo o la crítica de otros.
• Pérdida de contacto con la realidad.
• Tendencia a permitir que su ‘amplia visión’, especialmente su convicción sobre la rectitud moral del curso de acción propuesto, soslayando la necesidad de considerar otros aspectos, como el sentido práctico, los costos y la posibilidad de resultados inesperados.
• Consecuentemente, un cierto tipo de incompetencia para llevar a cabo una política, que podría ser llamada ‘incompetencia hubrística’, cuando las cosas van mal por la excesiva confianza de un líder en sí mismo, que hace que no se preocupen con los detalles de una política.

La descripción del Síndrome Hubris puede observarse en las acciones de López Obrador, quien resalta su autoridad moral por encima de todos, exalta lo que hace –“somos diferentes”–, confía excesivamente en su propio juicio –¿se acuerda cuando apostaba reiteradamente a que el crecimiento económico sería superior a 2 por ciento?–, rechaza consejos y críticas de propios y extraños, no analiza consecuencias de sus acciones –la cancelación de la obra del aeropuerto de Texcoco, la austeridad republicana dogmática, el frenón a la inversión privada en el sector energético–, la insistencia de utilizar sus “otros datos” cuando la evidencia señala lo contrario, o frases que sugieren desmesura: “Yo ya no me pertenezco; yo soy de ustedes”.

Owen apuntó que el síndrome se da en líderes demócratas y autoritarios. La investigación que realizó con Davidson se enfocó en aquellos que llegaron al poder por la vía del voto, pero en su conferencia en Londres, Owen incluyó entre quienes padecieron del síndrome del poder a Joseph Stalin, Mao Zedong, Pol Pot, Idi Amin y Robert Mugabe. 

Uno de los factores que provoca el síndrome, explicó, tiene que ver con los controles mínimos sobre un líder que ejerce una fuerte autoridad personal. La soberbia y la arrogancia los acompañan, que en el caso de líderes electos democráticamente, los colocan en situaciones más vulnerables que los autócratas, porque dependen del voto, como sería el caso de López Obrador. 

Pero a diferencia de los 100 dirigentes que analizaron Owen y Davidson, los contrapesos de López Obrador son inexistentes. Tiene bajo su control a la Cámara de Diputados, el Senado y la presidencia de la Suprema Corte de Justicia. La oposición está borrada y cuando se mueven, aparece una filtración en la prensa sobre presuntos actos de corrupción. Los empresarios no se pelean con él, ante la sombra amenazante del SAT y la Unidad de Inteligencia Financiera. 

En su conferencia magistral, Owen citó a Bertrand Russell, quien en su Historia de la Filosofía Occidental, publicada en 1961, escribió: “El concepto de ‘verdad’, como algo dependiente de los hechos, en gran medida fuera del control humano, ha sido una de las formas en que la filosofía ha inculcado hasta ahora el elemento necesario de humildad. Cuando se elimina este control sobre el orgullo, se da un paso más en el camino hacia un cierto tipo de locura: la intoxicación del poder”.

Ahora le comparto el articulo de José Woldenberg, Profesor de la UNAM, publicado en El Universal:

¿La hora de los brujos?

Recuerdo que en los lejanos años setenta algunos amigos maoístas tenían un método de acercamiento a la realidad que intentaba develar los conflictos primordiales y colocar en un segundo plano los menos relevantes. Detectaban —según ellos— cuál era la contradicción fundamental y cuales las secundarias (éstas últimas se podían dar y se daban incluso en el seno del pueblo). Me acordé de aquella fórmula que está guardada en el baúl de los tiliches, porque, aunque parezca increíble, creo que hoy entre nosotros la contradicción fundamental no parece ser entre izquierda y derecha, conservadores vs liberales, sino entre algo más básico y elemental, algo que jamás imaginé que estuviera en el centro de las preocupaciones políticas, algo que incluso es un prerrequisito para que las otras tensiones enunciadas tengan cabal sentido: la contradicción entre ilustración y oscurantismo. Un enfrentamiento que parecía que en el terreno de la política estaba más o menos resuelto (escribí más o menos) y que hoy está generando una enorme tensión e incertidumbre.

Cuando en medio de la pandemia que sacude al mundo el Presidente saca una estampita del sagrado corazón para protegernos del coronavirus; la directora del Conacyt habla de una ciencia neoliberal; a los centros de investigación se les cercenan recursos y a los becarios se les cancelan sus becas; se manifiesta desprecio por la labor de ingenieros, arquitectos, médicos, periodistas; se crean cien universidades tronando los dedos; se infravalora a los creadores y a las artes; se minimiza la necesidad de conocimiento para ser funcionario público; se afirma que lo que debemos medir no es ya el bienestar material sino el espiritual; se hace a un lado, sin el menor rubor, la evidencia empírica; se vuelven a confundir los planos de la política con los de la fe religiosa; el entramado construido por la ilustración (que apuesta por la ciencia y la razón) por lo menos se zarandea.

No son asuntos menores. Ni tienen que ver con lo que cada quien puede pensar. Sino que está íntimamente ligado con el tipo de plataforma intelectual que sostendrá no solo nuestra convivencia y competencia política, sino el espacio público en el que se desarrolla la vida.

Fomentar supercherías desde el Ejecutivo, calificar políticamente al conocimiento como en su momento lo hicieron la revolución cultural china o Pol Pot en Camboya, reducir las posibilidades de crecimiento de los centros de excelencia académica y de desarrollo de las nuevas generaciones, equiparar el conocimiento especializado con las consejas populares, poner en marcha centros de estudios “superiores” ajenos a los protocolos académicos, despreciar la creación artística por elitista, contraponer honradez a conocimiento como si fueran antónimos, desconocer indicadores universales (que por supuesto no son la verdad revelada y tienen que ser complementados y matizados), vulnerar el piso de la información compartida e incluso oficial con la fórmula de “yo tengo otros datos”, desvirtuar el debate público laico con reiteradas recetas religiosas, no anuncia nada bueno. Más bien un espacio público plagado de engañifas, alimentado y alimentador del mínimo común denominador de comprensión que palpita en la sociedad, con impacto en las políticas públicas (como frenar las energías renovables y limpias o desentenderse de la violencia contra las mujeres) y en donde los conocimientos emanados de la ciencia acabarán arrinconados.

La Ilustración es una apuesta por la razón y el conocimiento científico. Una corriente que difícilmente puede imponerse por completo dado que en las sociedades palpitan creencias, tradiciones y dogmas que se nutren del pensamiento mágico, las religiones, las supercherías. Pero en una república laica (como la que dice la Constitución que somos), el pensamiento racional con base en la ciencia debe tener preeminencia sobre las anteriores. Esa vertiente del pensamiento debe acotar, y si se puede derrotar, al oscurantismo. Porque si no, habrá llegado la hora de los brujos.

José Francisco Lopez Vargas
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