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Nadando entre tiburones 21/Abr/2017

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Por Víctor Beltri

Duarte sonreía, con una mueca desencajada, mientras su mirada se posaba sobre las cámaras que trataban de llamar su atención, en lo que no era sino la conclusión de uno de los capítulos más lamentables de la historia política reciente: el que narra el ascenso y la caída de un personaje cuya imagen sonriente no hace sino sumar el agravio final del cinismo a una larga lista de tropelías que han ofendido a la sociedad entera.
Las imágenes son poderosas. A la sonrisa infame se suman el rancho de ensueño, el premio a la honestidad o las invocaciones pueriles a la abundancia que su cómplice anotaba en un cuaderno —por supuesto— de marca. Agravios que palidecen ante los fraudes en medicamentos, los ataques a la prensa y la voracidad desmedida —el hybris de los griegos— de quien parecía estar tan confiado en salirse con la suya que ni siquiera se preocupó de tener un plan de escape, o de modificar en lo más mínimo su apariencia física. Por eso la sonrisa es ominosa: la corrupción no puede, además, adoptar el rostro del cinismo.
Javier Duarte debería estar preocupado, sin embargo: lo que no pensó mientras estaba en el poder debería de desvelarlo ahora, cuando está en manos de unas autoridades que necesitan, como nunca, de rescatar la legitimación que les permita asegurar la gobernabilidad y el buen tránsito del calendario electoral del año que transcurre y el venidero. El combate a la corrupción es el único eje que puede darle sentido a las acciones de esta administración, y que puede garantizar que se preserve el legado de las reformas del presidente Peña: como lo afirmábamos en éstas mismas páginas, desde 2014, “El combate a la impunidad, a la corrupción, debería de ser la punta de lanza en este segundo año: la corrupción se convierte en el gran fiel de la balanza para la evaluación de la pertinencia y la efectividad de las reformas emprendidas por el presidente Peña. Así, las reformas tendrán éxito o no dependiendo de la corrupción que impere en el momento de implementarlas, y la lucha debería de darse en la percepción popular sobre el compromiso del gobierno para no permitir que ocurran las tropelías que pueden anticiparse. Este es el momento de ganar la voluntad popular con acciones concretas contra la impunidad y la corrupción, que no dejen lugar a dudas, sobre todo cuando López Obrador está a punto de comenzar con una nueva andanada de mensajes y acciones que tendrán como fachada la supuesta defensa de la soberanía nacional pero que, en el fondo, no tienen como objetivo sino la institucionalización de sus protestas” Las cosas no han cambiado.
El presidente Peña tiene una oportunidad de oro —muy probablemente la última— para cambiar la narrativa y recuperar la iniciativa en la conversación. El nombramiento de un fiscal Anticorrupción independiente, con credenciales de la sociedad civil, y el compromiso irrestricto de colaboración con sus indagaciones le brindarían el respaldo necesario no sólo para transitar en paz, sino para garantizar que el legado de las reformas estructurales perdure en el tiempo.
Duarte debería de ser tan sólo el principio, y su proceso —y sobre todo su castigo— tiene que ser ejemplar y expedito, con absoluta transparencia, para comenzar a recuperar la confianza en un Estado de derecho que es el principal reclamo a un mandatario que puede, todavía, cambiar el rumbo de la historia. Hoy, como nunca, es el momento de hacer cosas buenas, pero de las que sí se cuentan y que —sin duda— cuentan mucho.